La finitud de la vida

Este tema siempre vuelve a surgir en mí cada cierto tiempo. Creo que la primera vez que me lo planteé fue con la muerte de un amigo que enfermó de cáncer y, si bien no fuimos tan cercanos, su partida me afectó profundamente. Pensaba: ¿cómo es posible? ¿Cómo es posible que la vida se vaya tan rápido? ¿Cómo es posible que el cáncer te arrebate la vida en plena juventud? Aunque, a decir verdad, tampoco sé muy bien cómo formular estas preguntas que me conmueven y me dejan en la perplejidad.
            Hoy vuelvo a preguntarme lo mismo. Murió, en circunstancias muy trágicas, un niño cercano. Murió en circunstancias tan comunes como terribles. Un pequeño movimiento marcó una diferencia entre su vida y su muerte. ¿Cómo es que la muerte puede estar en esos detalles tan pequeños? Esta es la otra pregunta que me pega fuerte. La muerte no constituye un evento especial, excepcional y previsible. La muerte está en todos lados y en lo más insustancial.
            Sí, la muerte está en todos lados. Pero también la vida. Y, sin embargo, siendo la muerte la excepción y la vida la regla, ¿por qué se esconde ahí mismo, en su propia guarida? Hasta en el cemento más duro surge una maleza, que quizás por contrastar tanto con su lugar de origen merece un nombre más digno. La muerte también se encuentra en el lugar más propio de la vida: en el hogar, en la familia, en el último y único refugio, y entre los propios.
            De todo esto he podido sacar algunas conclusiones. La primera es que la vida es también muerte. Y la segunda: que de la muerte nace siempre la vida.
La vida es también muerte. Un filósofo decía verdad al plantear que la muerte es nuestra posibilidad más propia, y que una vida auténtica es, realmente, ser-para-la-muerte. Esto, yo lo interpreto en el sentido menos negativo posible: la libertad de asumir la verdad de nuestra condición finita. Si “la verdad nos hará libres”, entonces la muerte – en primer lugar, nuestra muerte – es algo que tenemos que aceptar. Y aceptarlo es liberador.
¿Y la muerte de los demás? ¿Y la muerte de los míos? Parece ser más fácil pensar en la muerte de uno que la de los demás. ¿Cómo no estremecerse al pensar en la muerte de quienes constituyen, en un sentido prácticamente literal, nuestra propia vida? ¿No muere acaso uno mismo, cuando el otro muere? Sin duda. Pero aceptar que la muerte es nuestra posibilidad más propia, es también aceptar que también lo es la del resto, y también, que es la de los míos. Y si yo muero un poco cuando el otro muere, esa muerte de a pedazos, también es mi posibilidad.
Si bien esto no parece del todo liberador, quizás lo es el pensar que, mientras que el que muere no muere de a poco, yo muero de a poco por él. Si el otro me constituye, me constituye en parte porque yo también lo constituyo a él. Si lo constituyo a él, quien muere se libera de morir de a poco, puesto que, si yo muero de a poco, lo libero a él de morir de a poco.
Algo más sobre el constituir a otro. Si bien la muerte de un hijo es considerada la peor de las tragedias posibles, lo es, en parte, porque el que muere es el que más lo constituye a uno. Y un padre constituye a un hijo en un sentido similar. El padre (o la madre) es todo para el hijo (o la hija), del mismo modo (aunque en una direccionalidad distinta) que un hijo (o hija) es todo para el padre (o la madre).
Morir de a poco es una de las posibilidades más terribles de morir. ¿Por qué? Porque quien muere, ve cómo se van apagando las luces de su propia vida, hasta apagarse uno mismo. Pero ¿por qué el morir de a poco supone tanto dolor? Quizás es nuestra reminiscencia de una Vida Eterna. Quizás, es nuestra sensación de inmortalidad. Es, en otras palabras, la desnaturalización de la muerte. No se trata de acostumbrarse a la muerte, sino de entender que ella está, aún en contra de nuestros deseos más profundos, presente en todos lados. Y como quien parte de esta vida no puede seguir alimentando el mito (el mito de una inmortalidad en la mortalidad), él se libera. Se libera, sin duda, para entrar en el Mundo que recordamos cuando creemos que somos inmortales. Pero nosotros no. Aquí nos quedamos, y experimentamos esta contradicción.
Contradicción es la palabra para definir el origen de la pena inconsolable. Contradicción entre nuestra condición y nuestro deseo. Contradicción entre nuestra naturaleza temporal, y la reminiscencia de nuestra intemporalidad (no en vano recordar es traer nuevamente a la memoria y el corazón algo como si estuviera presente de hecho).
¿Cuándo comenzamos a creer que somos inmortales? ¿Siempre fue así? Me conmueve mucho la creencia popular de los “angelitos”, niños que morían prematuramente y que a principios de s. XX eran fotografiados en estudios como si estuvieran vivos. La familia de ellos consideraba que ganaban un “angel” que cuidaría de ellos en el otro mundo. Por ello, la muerte no era vista como un mal puro y simple, sino, en cierto modo – aunque no pura y simplemente – como un bien. De la muerte surge la vida.
El fenómeno de los angelitos es una manifestación propia de una época más sana en la relación vida-muerte. La muerte de los infantes era una realidad (mi propia familia materna se forjó así: de doce hijos nacidos de mi abuela, sólo nueve alcanzaron la vida adulta). Con los avances de la medicina, la muerte de los infantes es hoy una realidad más bien lejana. Esto trajo como consecuencia, que nuestra relación con la muerte se desnaturalizara. El problema es que, no por ser la muerte algo más infrecuente, ella deja de estar presente en todos lados y en todo momento. No por tornarse escasa, deja de ser natural. Y con natural me refiero a algo propio de nuestra condición. Es – para citar nuevamente a este filósofo – nuestra más propia condición.
De la muerte, surge la vida. Pero ¿cómo puede de ella surgir la vida? Si la vida y la muerte están tan interrelacionadas, no es descabellado pensar, al menos teóricamente, que la muerte da paso a la vida, del mismo modo que la vida da paso a la muerte, y que la muerte es la condición más propia de la vida. ¿Es la vida la condición más propia de la misma muerte? Quizás la respuesta esté en el hecho de que, al morir otro, uno muere también de a pedazos. Pero al morir de a pedazos, uno puede reconstruirse. De la muerte, entonces, puede surgir un nuevo yo. Ante la muerte de un padre o de un hijo, no queda más que volverse a hacer. Es, quizás, nuestra condición más propia, además de la muerte, el hecho de que, irremediablemente, debemos volvernos a hacer. O escogemos morir de a poco, o elegimos reconstruirnos. 
¿Y cómo reconstruirnos? ¿Cómo volvernos a hacer de nuevo? ¿Cómo rehacerse, cuando la parte más importante de nosotros mismos ya no está? El otro nos constituye, porque lo amamos. Cuando el otro se va, nosotros nos vamos con él, o al menos esa parte de nosotros que estaba constituida por el otro, se va también, con el otro. Y ahí quedamos, medio muertos, porque una parte de nosotros ha muerto. Pero, morimos porque lo amamos. Amamos a esa persona que hoy ya no está. Y cuando ya no está, dejamos también de ser un poco lo que éramos. Cuando el otro muere, uno muere un poco, porque a ese otro, nosotros lo amamos. Y de esa manera hay que reconstruirse: amando. Hacer que otro pase a constituirnos nuevamente. Al amar, entonces, nos volvemos a hacer. Del amor, surge la vida. De la vida, surge la muerte. De la muerte, el amor. Del amor, nuevamente, la vida.
Pero ¿puede realmente el otro morir? ¿Puede morir realmente el otro en nosotros? El amor, me parece, es la única cosa que es inmortal. Quizás ahí radica el misterio de toda teología: nosotros no podemos morir, porque Dios nos amó. Y el otro no puede morir, al menos, en nosotros, porque nosotros lo amamos. Y el amor no muere. Si un padre o un hijo muere, no dejo de amarlo. Pero no puedo amar a alguien que no existe. Si lo puedo amar, y si no puedo amar a alguien que no existe, entonces, el amado existe, en algún sentido existencialmente relevante.
Pero ¿no era que había que reconstruirse? ¿No era que había que volverse a hacer después de morir de a poco? Morir no es dejar de existir. Es existir de otra manera. ¿De qué manera? No lo sé. Sólo sé que, si es amado, existe, ya que no puedo amar lo que no existe. Al morir de a poco, y tener que volverme a hacer, el que muere sigue existiendo, y la reconstrucción (mejor reconstruirse que deconstruirse) de uno mismo se hace desde lo que uno ya fue. Sólo muere propiamente el que deja de amar. Y sólo desde el amor es posible engendrar vida nuevamente. Y la muerte es una posibilidad para volver a amar. Quizás, es la posibilidad para el amor radical.

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