Premisas éticas para una interpretación del mal moral en dictadura

Para cualquier persona con un mínimo de sentido común y conciencia moral, saltan a la vista las tragedias a las que la dictadura dio origen. Sirva lo dicho, entonces, para afirmar nuestra primera premisa:

(1)  Toda persona con un mínimo de sentido común y conciencia moral reconocería razonablemente la maldad suscitada por el advenimiento de la dictadura. 

Sirva esto, entonces, para excluir del debate racional a quienes no los reconozcan. 
            Esta maldad ha tomado, categorialmente, la etiqueta de “violaciones a los derechos humanos”. Esta etiqueta es, a lo menos, imprecisa. Si hacemos una fenomenología de nuestra indignación cuando escuchamos relatos como los de las personas que vieron el río Mapocho cubierto de cadáveres, o la señora que no podía hacer dormir a su hijo, en la angustia de escuchar los gritos de los torturados por Carabineros; o del relato del vecino de un asesinado que dejaba una vasta familia (que, era de esperar, no sólo tuvo que lidiar con el asesinato impune de uno de sus miembros sino la pobreza y el desamparo de un estado minimizado en su función social), caeremos en la cuenta de que la tragedia que la evaluación moral que podemos hacer de esos hechos va mucho más allá que la mera “violación de un derecho”. Esto, porque el relato que la izquierda ha creado de los hechos históricos – y que ha servido como el background general por el que se ha elaborado la interpretación de los hechos – se basa en una teoría moral deficiente. Por ello urge una educación ética para comprender la dimensión moral de lo ocurrido. Por ello, propongo que dejemos de comprender la moralidad de los crímenes de la dictadura como una violación de derechos (abandonando, también, una hermenéutica juridizante de los hechos morales), sino como una destrucción de bienes humanos fundamentales. La segunda premisa, entonces, sería como sigue:

(2)  Los hechos moralmente negativos (entendidos como crímenes o violación de derechos humanos según su visión juridizante) deben ser comprendidos desde la perspectiva de la existencia de bienes humanos fundamentales que han sido destruidos o injustamente lesionados.

Esto implica renovar nuestro aparato hermenéutico bajo el cual analizamos estos hechos. Esto implica, también, comprender que, detrás de esa comprensión emocional negativa y repulsiva que el conocimiento de estos hechos nos genera, hay algo más que una violación de derechos. Desde la perspectiva de una ética de bienes (que es a la que estoy apelando) estos hechos muestran la destrucción de formas de plenitud humana, la cual es, en último término, la finalidad propia de nuestro actuar vital y cotidiano.
            Esto no implica, necesariamente, que estos hechos no puedan ser comprendidos como violaciones a derechos. Sin embargo, el enfoque de derechos no abarca la plenitud de los bienes morales involucrados en su violación. El análisis de los derechos bien puede valer para un análisis de la culpabilidad jurídica de quienes incurrieron en esas violaciones, pero no basta para comprender la importancia moral de los mismos.
            De esta ética de bienes, se plantea una tercera premisa, relativa al carácter absoluto (o, en términos lógicos, necesario) de la norma de no matar:

(3)  Esta siempre mal matar a una persona inocente. 

De la que se sigue la prohibición general de matar a una persona inocente.
            Por supuesto, esta norma moral requiere una forma de realismo moral. Mal podrían pretender quienes rechazan el realismo moral, plantear una crítica general al asesinato de personas inocentes si, por definición, no existen hechos morales objetivos. Estos hechos morales objetivos no necesariamente dan lugar a normas morales absolutas, aunque el caso discutido aquí sí sea uno de ellos. Otra cosa, por cierto, es que haya desacuerdo acerca de cuál sean estos hechos morales, y de si existen ciertas – otras – normas morales absolutas, aparte de la prohibición de matar a una persona inocente. La cuarta premisa es la siguiente:

(4)  Existen hechos morales objetivos.

            Casos como el de la legítima defensa – que a veces se alega como justificación de ciertos asesinatos – tienen su lugar cuando la persona a la que se le mata no es inocente. Por supuesto, siempre hay que calificar esta excepción que, en estricto rigor, no cae dentro de la órbita de la prohibición general de matar a una persona inocente (ya que, por principio, no es inocente), sino que cae dentro de la permisibilidad – o quizás, del deber – de procurar la propia vida. Por supuesto, la evidencia empírica puede mostrar que, de todos los casos de detenidos desaparecidos y asesinados en dictadura, el caso de la legítima defensa aplicaría en muy pocos casos (es muy probable que en ninguno de los cientos de cuerpos hallados en el Mapocho).
            Cabe agregar y enfatizar, que la hipótesis sobre la legítima defensa es una hipótesis en extremo restringida y que debe cumplir con otras condiciones, entre ellas, la proporcionalidad. Un uniformado armado difícilmente podría estar en igualdad de condiciones frente a una persona sin armamento; su violencia es, derechamente, violencia gratuita.
            Una última premisa, más controvertida, dice relación con el estatus moral de la actividad militar. En otra columna argumenté que la actividad militar es moralmente muy modesta, ya que no se dirige a promover valores intrínsecos, sino que, a lo sumo, actuar realizando un mal moral bajo condiciones de permisibilidad. Por ejemplo: matar. Matar es siempre malo; pero hay condiciones en las que es permisible hacerlo, como, por ejemplo, en la legítima defensa. Una argumentación consecuencialista del estatus moral de la actividad militar podría contradecir lo que he dicho, bajo el supuesto de que matar (por ejemplo, a un soldado enemigo que libra una guerra injusta), en ciertas condiciones, disminuye el mal que acaecería de no hacerlo (más muertes producto de la guerra injusta que libra el enemigo). Por supuesto, las condiciones de justicia de la guerra son temas separados, pero no absolutamente desligados. Habría ciertas restricciones deontológicas que surgen de la justicia de la guerra. Más allá de estas restricciones, podría caber un cálculo de consecuencias.
            El modelo que presento prescinde del cálculo de consecuencias. Bajo todas las perspectivas posibles de la evaluación de la bondad y maldad de los hechos, un bien es algo que posee valor intrínseco; un mal, todo aquello que elimine algo que posee valor intrínseco. La permisibilidad o impermisibilidad entra en el contexto del mal moral (y, por lo tanto, de la eliminación de aquello que posee valor intrínseco). Desde la perspectiva de las finalidades propias de la actividad militar, no cabe valor intrínseco, sólo permisiblidad respecto del mal moral, bajo ciertas restricciones deontológicas (como la justicia de la guerra y la legítima defensa).
            De lo anterior se puede seguir – aunque no necesariamente – que, dejar el florecimiento de la patria a grupos uniformados es un error, ya que, por la finalidad propia de su actividad, los grupos armados no tienen como finalidad el valor intrínseco. Más aún: la violencia de sus medios puede ser, más bien, un camino para el mal moral desde la violación de las restricciones deontológicas. Que es, lo que, me parece, sucedió en Chile. Nadie podría esperar virtud moral de un individuo formado en la administración de la violencia, y cuyas restricciones deontológicas son meramente jurídicas. Una vez que esas restricciones (jurídicas) desaparecen, no es posible esperar moralidad de ellos.

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