En defensa del Tribunal Constitucional

Mucho se ha acusado que una institución como el Tribunal Constitucional (en adelante, “TC”) es antidemocrático, puesto que podría, en principio, pasar sobre las decisiones políticas adoptadas por mayoría parlamentaria, resolviendo en contra de éstas. En lo que sigue quisiera argumentar por qué creo que esta visión que se tiene en contra del TC es equivocada, y por qué el TC resguarda, precisamente, la democracia.
    En primer lugar, la democracia no es sinónimo de regla de la mayoría. Efectivamente, respecto de ciertos límites, uno podría afirmar que las decisiones de la mayoría (entendiendo aquí “mayoría” como “mayoría parlamentaria” o bien “mayoría aritmética” en el caso de elecciones) son democráticas. Pero lo son precisamente porque se enmarcan dentro de esos límites y no los desbordan. Las decisiones mayoritarias se dan y pueden darse sólo dentro de esos límites. Y sólo en ese caso son democráticas.
¿Cuáles son esos límites? ¿Y cuál es la relación de ellos con las decisiones mayoritarias? (i) Los límites son ético-políticos. (ii) Los límites están substraídos de las decisiones mayoritarias. Me explico: existen una serie de principios de orden ético-político que ponen límites a lo que las mayorías pueden realizar. Así, nadie puede ser privado de su vida sólo porque una mayoría lo dictamina (entendiendo, además, que existe un procedimiento racional para definir la voluntad de esa mayoría); o bien nadie puede ser privado arbitrariamente de su libertad sólo porque la mayoría lo dictamina; o bien, nadie puede ser discriminado sin una razón de peso y fundada adicional a la pura voluntad mayoritaria. Dichos principios, que guían la convivencia social, no pueden ser objeto de decisiones mayoritarias sin tergiversar la democracia.
Entonces, nuevamente: la democracia no es sinónimo de regla de la mayoría. La regla de la mayoría aplica sólo en aquellos casos en los que los límites esenciales del sistema democrático son respetados. Lo que nos lleva afirmar que la democracia es, esencialmente, el respeto a esos principios, y la regla de la mayoría no los funda, sino que se funda en ellos. Así, la regla de la mayoría puede entenderse como derivando de la igualdad de todas las personas ante la ley, y, en cierto modo, de otros principios éticos más sustantivos, especialmente los relativos a la autonomía. Existiendo esta relación de fundación entre estos principios y la regla de la mayoría, entonces, esta última no podría, en principio, eliminarlos, sin eliminarse, a su vez, a sí misma.
En segundo lugar, la representatividad. Hemos supuesto, en lo anterior, que existe representatividad en el sentido de que las decisiones de los órganos políticos representativos reflejan la verdadera voluntad de los representados. Sin embargo, existe en nuestro país una extendida sensación de que los órganos de representación no están cumpliendo adecuadamente su función. Surge, de este modo, no sólo un problema de legitimidad de dichos órganos sino de si las decisiones de estos órganos pueden entenderse como una instancia de la regla de la mayoría. De este modo, podría entenderse de que, bajo la formalidad de la regla de la mayoría, se expiden decisiones que no representan la voluntad popular sino la voluntad de una élite (económica, política, religiosa, antirreligiosa, etc.).
Los dos puntos anteriores ponen de relieve, aunque de modo distinto, la importancia del TC, y la falsedad de la acusación de ser éste una institución antidemocrática. Puesto que las decisiones que emanan formalmente en razón de la regla de la mayoría pueden atentar contra los principios fundantes de la democracia como sistema político, se hace necesario que exista un órgano que proteja la vigencia formal de estos principios. Si, además, dichas resoluciones no son materialmente mayoritarias, entonces, el TC puede actuar como órgano de contrapeso a la voluntad de la élite. En cualquiera de estos casos, el TC cumple un rol de tutela respecto de estos principios.
Si todo lo anterior es efectivo, ¿se sigue, entonces, que el TC debería rechazar el proyecto de aborto? Si bien no se sigue con necesidad de lo anterior, sí me parece que las premisas anteriores establecen una adecuada presunción a favor de rechazar el proyecto. A falta de espacio y tiempo para argumentar en detalle lo anterior, mencionaré brevemente mis motivos.
  1. La vida y la integridad física y psíquica de las personas es uno de los principios en los que se funda el sistema democrático, y por lo tanto, es deber del TC tutelarlo si el legislador pretende lesionarlo en algunas circunstancias. Por supuesto que cabe la pregunta de si el nasciturus cabe dentro de esta protección. Sería un reduccionismo jurídico indicar que la persona surge legalmente desde el nacimiento y, por tanto, establecer ese momento como el de la protección legal. Podrían, además, darse como contraejemplos una serie de deberes jurídicos respecto de entidades de menor valor moral, y no porque no sean sujetos jurídicos el derecho no los protege. Pero quisiera evitar empantanarme con criterios jurídicos superficiales y apelar a concepciones éticas sustantivas – i.e. filosóficas – y, en ese sentido, existe una amplia literatura que sugiere que el no nacido es una entidad valiosa que posee, metafísicamente, el estatuto de persona. Si bien esta literatura puede ser considerada no conclusiva – porque no hay acuerdo entre los especialistas – sí puede interpretarse a favor de concebir al nasciturus dentro de la protección que brinda el respeto a la vida.
  2. Lo anterior debe entenderse como excluyendo todas las causales del proyecto. Si bien las causales de inviabilidad y violación son especialmente problemáticas por sus implicancias evidentes en contra de la vida del no nacido (sobre todo en lo relativo a su edad gestacional) no parece, sin embargo, ser tan evidente respecto de la causal de riesgo de la vida de la madre. ¿No implicaría esto una violación del principio respecto de la madre que está en riesgo? No, puesto que – y como fue ampliamente debatido con ocasión de la tramitación del proyecto  – esta causal se encuentra integrada en la lex artis médica y no implica la violación de ningún principio ético (siempre y cuando, en aplicación del principio de doble efecto, la muerte del nasciturus sea fruto de una acción indirecta y no querida que sea indispensable para salvar la vida de la madre).
  3. Finalmente, me parece que el problema de representatividad del órgano legislativo es real, y la reinante desconfianza ciudadana con la política es una evidencia de ello. De este modo, cabe preguntarse: ¿quiénes están, materialmente, decidiendo por la mayoría? Mi opinión – y en esto creo estar en línea con la ciudadanía – es que es una élite la que ha cooptado los espacios de representación para representar sus intereses en nombre de la mayoría. Y el proyecto de ley de aborto es, precisamente – y junto con una larga lista – uno más de esta élite. Este grupo es una élite esencialmente económica, que no conoce Dios (o, si lo conoce, lo usa para proteger sus intereses) y que está muy interesada en hacer negocios con Planned Parenthood.
En síntesis: (i) siendo la democracia esencialmente la vigencia de ciertos principios ético-políticos sustantivos que permiten y limitan la regla de la mayoría, y (ii) siendo posible que la regla de la mayoría sea usada por grupos de élite para plantear sus intereses en nombre de la mayoría, se hace necesario una institución como el TC que (a) tutele dichos principios cuando la mayoría legislativa pretenda lesionarlos y (b) sirva de contrapeso a las pretensiones de la élite manifestadas bajo la formalidad de la regla de la mayoría. Finalmente, es razonable pensar que el proyecto de ley de aborto (i) lesiona uno de los principios esenciales de la democracia y (ii) manifiesta los intereses de una élite económica que pretende manifestarse bajo la forma de la regla de la mayoría, y por lo tanto, el TC debería, razonablemente, rechazarlo.

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